Pese a todos los intentos por hacer el encierro más llevadero, la puerta de la oficina de Aurora no deja de sonar. Uno tras otro se escuchan los golpes sobre la madera. Cuando se abre, aparecen ojos expectantes, llenos de preguntas que no tienen respuestas.
Por más que Aurora quisiera decirles que todo terminará pronto, en realidad no lo sabe. Lo que sí sabe es que, en todo caso, ella será de las últimas en bajar del barco, porque su prioridad es que todos los trabajadores regresen con bien a sus países. La escena se repite con insistencia, pero el desenlace no cambia.
En sus tiempos de descanso, Aurora se sienta en la popa del crucero, cerca de un puerto que por momentos se ve a través de la bruma. Hay otros días en los que no hay nubes, y la silueta de los edificios de Fort Lauderdale, en Florida, se percibe con claridad. Del otro lado, Aurora mira la línea del horizonte, esa que separa el cielo del océano.
Es tan delgada que a veces se pierde. Le gusta imaginar que se trata de un todo, como un lienzo interminable que involucra distintos tonos de azul, y que conforme cae la tarde se vuelve un poco rojizo.
La imagen, como salida de una película de marineros que miran la tierra anhelada después de días de tormenta, le evoca cierta nostalgia. Rememora a ratos lo que ha pasado en las últimas semanas, toda esa locura, y cómo el vivir en un barco se ha convertido más en una obligación, y no en una opción, como todas las otras veces.
Aurora piensa, mientras escucha en sordina el ir y venir de las olas embravecidas, que ya debería de estar en casa, que justo ahora debería de estar en casa, después de recorrer paraísos en las transparentes aguas de las Islas Caimán, de Cozumel, de Haití, de las Bahamas, quizá, en cambio no hay fecha de regreso.
Con tres mil pasajeros y mil 392 tripulantes, el crucero zarpó de las frescas y lujosas aguas de Fort Lauderdale. Era una mañana de cielo despejado, de esos cielos que son comunes en Florida, de azul profundo, como el mar. Eran los días de principios de marzo, y aunque todos pretendían vivir con cierta normalidad, se sentía un ambiente raro.
Ya el coronavirus había extendido sus dominios, y amenazaba con detener al mundo, aunque en esos momentos el mundo se resistía a detenerse por un virus. Ahora, con el tiempo acumulado en la memoria, Aurora recuerda que las cancelaciones de los turistas eran un aviso, una advertencia.
Fuente: El Sol de Durango